La bioética, entre
la resolución de conflictos y la relación de ayuda
por José María Barrio
Maestre *
La ética es prescriptiva y, por tanto,
exige su aplicación. Es práctica en el sentido más estricto: se encuentra
enfocada en su interés principal hacia la decisión y la acción libre.
Naturalmente, posee un fundamento teórico, pero lo que al cabo pretende es una
praxis inteligentemente conducida. Su fin, como dijo Aristóteles, no es saber
qué es lo que está bien, sino hacerlo[1](teniendo en cuenta que practicar el
bien, tal como al hombre le es dado hacerlo, no es posible sin tener de él
cierta noción teórica, siquiera en un nivel
precientífico).
Uno de los elementos principales de la
praxis aristotélica se esclarece mediante la noción de “acción inmanente” (en
latín, agere), a saber, un peculiar tipo de causalidad en la cual el agente
reobra sobre sí mismo. En otras palabras, el efecto de la praxis, en tanto que
tal, permenece en quien la realiza. Se trata, en fin, de una acción
autoperfectiva, que enriquece al agente, a diferencia de las operaciones
transeúntes o transitivas ( poíesis, en latín facere), que sólo modifican una
realidad exterior a quien las realiza.
Entre los hábitos intelectuales, piensa
Aristóteles, hay uno que perfecciona las acciones inmanentes, al cual da el
nombre de phrónesis (prudentia, en la lengua de Cicerón), y otro que regula la
buena factura de las producciones –tanto de las “manufacturas” como de las
“mentefacturas”–; éste último se denomina techné (ars). Como es bien sabido, el
Estagirita considera que la phrónesis, además de hábito intelectual (virtud
dianoética), es la principal entre las virtudes éticas y, como tal, está llamada
a gobernar todo el organismo moral de la persona (auriga virtutum). La persona
prudente es la persona que lleva una “vida lograda” o
feliz.
Las bases culturales en las que ha
surgido la Bioética fácilmente han llevado a
desvincularla de este contexto de lo práctico para integrarla en el discurso
propio de la técnica. En el contexto norteamericano, donde ha desarrollado un
perfil epistemológico específico, la Bioética viene a ser –así como
también lo que se conoce como Ética empresarial– un banco de pruebas para la
aplicación de rutinas decisorias. El paradigma de la “toma de decisiones”
(decision making) viene a ser el sustitutivo técnico de la prudentia. Pero en el
fondo no es más que un sucedáneo y, lo que es más grave, disuelve radicalmente
el sentido práctico de las decisiones morales.
En nuestros días, la Bioética a menudo se
comprende como una destreza para la resolución de ciertos problemas que, al fin
y al cabo, no son más que conflictos de intereses. En efecto, tanto en el ámbito
académico como en el clínico, la Bioética viene a ser una ética
aplicada (Anwendungsethik) según el paradigma de la ética de los negocios. El
marco de la decision making es el del cálculo de los beneficios, en el que se
trata de maximizar la rentabilidad y minimizar los riesgos. En esta esfera, la
toma de decisiones se articula desde los esquemas procedentes de la teoría de
juegos y del modelo sistémico, en un contexto nítidamente
utilitarista.
Aparentemente, dicho enfoque puede
resultar ventajoso, sobre todo para la Bioética académica, por cuanto
supone la inyección de un componente de realismo en las discusiones
universitarias, algo que se piensa les es muy ajeno. Pero también puede tener
efectos equívocos, como trataré de poner de manifiesto en estas reflexiones. En
concreto, trataré de mostrar que la ética no puede reducirse a una técnica
binaria de resolución de conflictos.
El modelo epistemológico de los
“dilemas” morales –que es como se enfoca la teoría, la enseñanza y la práctica
de la
Bioética, sobre todo en el mundo anglosajón– mutila
drásticamente el universo del discurso moral, y ello por varias
razones.
1) En primer término, el dilema responde
a un planteamiento difícilmente aplicable a la práctica
médica.
2) En segundo término, el cálculo
estratégico, tanto en el nivel académico como en las discusiones clínicas en el
entorno de los llamados “comités de bioética”, dificulta poderosamente –cuando
no la excluye de manera directa– la idea de una opción buena.
3) Por último, y como consecuencia de lo
anterior, dicho enfoque de los problemas bioéticos desde un decisionismo
utilitarista lleva a desatender el elemento esencial de la ética. Tal como se
plantea en la tradición aristotélica, éste no es otro que la felicidad.
I. El paradigma de los dilemas morales
está inspirado en el cálculo lógico-matemático, mucho más apto para trabajar con
modelos ideales que con problemas reales, de suerte que viene a ser
esencialmente extraño a la práctica clínica. Como señala Polaino, “el dilema
forma parte de lo que se conoció en la lógica tradicional con el término de
syllogismus cornutus, es decir, un silogismo que tiene en su conclusión una
proposición disyuntiva, cuyos dos miembros son igualmente afirmados. (…) Pero la
vida es mucho más rica que el hermetismo monádico y artefactual de los
silogismos cornudos”. En su prolongada experiencia médica, este autor denuncia
que casi nunca se le han planteado cuestiones clínicas que pudieran resolverse
de manera estrictamente dilemática: “¿Puede reducirse la proteica y compleja
actividad clínica y la heterogénea diversidad personal en la toma de decisiones
a únicamente dos posibilidades enfrentadas y
contradictorias?”[2].
El supuesto carácter dilemático de
la Bioética
hace perder de vista que la phrónesis se refiere a un ámbito mucho más amplio,
que no puede cubrirse solamente con la alternativa entre el blanco y el negro.
En tanto que ética, una Bioética realista ha de articular la relatividad de la
“materia” de las decisiones morales con el carácter categórico que, en razón de
su “forma”, reviste siempre el significado del estar obligado a algo o, más
bien, del estar obligado por alguien (la persona humana necesitada, en nuestro
caso, de curación o de atención)[3].
La tecnología da respuestas unívocas y
estereotipadas a los problemas, mientras que la phrónesis las da plurales,
hermenéuticas, dependientes de la persona, el contexto, la situación, etc. Así,
la automática aplicación de un principio, o la prefijada respuesta a un
“caso-tipo” resultan insatisfactorias para enfrentar los problemas éticos y
bioéticos. Y ello por la sencilla razón de que la realidad es más rica que su
formulación racional. (Mucho más si se trata de la realidad de la persona
humana, como es el caso).
Podría objetarse que lo que en
la Bioética
está en juego no es el libre discurso antropológico, digamos “inocente”, sino
ciertas decisiones que hay que tomar de manera inescapable. Ahora bien, el
ajuste de nuestras nociones antropológicas a la realidad –en definitiva, la
verdad de nuestras concepciones teóricas acerca del mundo y de la vida– no es
del todo inocente de cara a los rumbos que efectivamente acaban adoptando
nuestras decisiones.
II. Las decisiones médicas clásicamente se pensaban
determinadas por una concepción de la realidad procedente, no tanto del análisis
cuantitativo como de una contemplación detenida y respetuosa de la naturaleza de
las cosas. Hoy día, en cambio, las decisiones bioéticas aparecen determinadas
por la idea del dominio del hombre sobre su cuerpo, sobre la reproducción, e
incluso sobre la muerte. Por su parte, en las decisiones éticas en el campo de
la
Biomedicina juega un papel decisivo la cultura utilitarista del
afán de logros inmediatos y de éxitos cuantificables y, por supuesto, el
pluralismo moral característico de las sociedades
democráticas.
La idea moderna –“ilustrada”– de
libertad viene a coincidir con la de “liberación de la realidad”, y el ideal de
una completa “autonomía”, en el sentido kantiano, conduce al ejercicio de la
libertad como simple elección (choice), no como búsqueda del bien. En otras
palabras, lo que aparece moralmente “cargado” es el mismo acto de “decidir”,
único, personal e inalienable, pero no el contenido objetivo de éste. De ahí que
la misma libertad aparezca como superior a la
virtud[4].
Ahora bien, sin el concepto de una
decisión buena –conforme con las condiciones reales de la persona de quien
decide y de la persona sobre la que se decide– la ética, sencillamente,
desaparece. La misma expresión “ética” –y, por tanto, también la “Bioética”–
pasa a ser un eufemismo. A su vez, una buena opción es la que opta por el bien,
y el bien objetivo es el que hace buena a la voluntad que lo quiere, siendo ésta
la que, en sentido moral, hace bueno al hombre.
Consecuencia de lo anterior es que la
buena decisión –la resolución que generalmente adoptará el hombre prudente [5]–
a lo primero que lleva no es a un cálculo ponderativo de resultados y
beneficios, sino a juzgar la bondad misma de las acciones. Y la prudencia, en
primer lugar, conducirá a excluir de la deliberación ciertas acciones que, con
independencia de sus resultados, son intrínsecamente
perversas[6].
En último término, el problema
fundamental de la concepción de la Bioética desde el paradigma de la
resolución de conflictos, es que sustituye la esencial categoría ética del bien
por un decisionismo que afecta sólo superficialmente a la acción humana y a su
contenido moral, a saber, el cálculo utilitarista de sus
resultados.
El colapso del concepto griego de
naturaleza (physis) , y de elementos a él adscritos como la noción de finalidad
inmanente (telos), lleva a pensar que el advenimiento de un resultado u otro es
cuestión de puro cálculo, no de deliberación prudencial. El decidirse por una
acción que atenta directamente contra la naturaleza o contra la moral, si esa
dirección está aconsejada por la tecnología como el camino más expedito para
lograr determinado objetivo, no se verá más que como el necesario resultado de
la estrategia medio-fin. No es el hombre, como realidad moral, personal e
individual, el que lleva a cabo determinadas acciones, sino que son las leyes de
la razón instrumental las que, tomando nota de la situación y del conjunto de
factores en juego, producen el advenimiento de una de las alternativas. Ésta
quedará soportada por una esencial inocencia (Unschuldigkeit des Seins, como
diría Hegel). El concepto de responsabilidad personal –no menos central para la
ética que el de bien o el de libertad– queda también diluido en el
comportamiento mecánico del “sistema”.
Esta concepción de la Bioética como un asunto de
pura aplicación procede del paradigma de la tecnología contemporánea, y ésta, a
su vez, se piensa a sí misma ajena al mundo de lo moral, de suerte que, en el
fondo, no hay ningún dique de carácter ético al cálculo de las probabilidades
técnicas, no hay ningún límite para la razón estratégica, que ve en el medio no
su cualidad práctica intrínseca, sino meramente su eficacia para obtener un fin.
-¿Qué le estaría permitido a la técnica? -Todo aquello de lo que es capaz. La
única regla de la técnica es ella misma; el único límite es lo técnicamente
posible, no lo moralmente debido. Admitido esto, la “ética” ya no es más que un
concepto vacío, asignificativo; no pasa de ser, como mucho, un recurso
retórico.
III. Es imposible acertar en las
decisiones éticas si no se acierta en la conducción de la propia vida. Por lo
mismo, es imposible un pensamiento moral correcto si no está fundado en una vida
buena.
“Ética” procede de “ethos”; su versión
latina, “moral” , procede, a su vez, de “mos, moris”. En ambos casos se
significa lo mismo: costumbre, manera de vivir que deliberadamente, a través de
la persistencia de ciertas conductas, acaba caracterizándonos como una segunda
naturaleza: “naturaleza”, porque constituye un modo de ser del que manan o nacen
ciertos comportamientos; y “segunda” porque, a diferencia de la primera –que nos
compete en virtud de lo que esencialmente somos, a saber, animales racionales–
aquélla es adquirida, no innata. Heidegger ha destacado un segundo sentido de la
palabra ethos: casa, habitat, lugar de la acogida, donde uno puede sentirse en
su terreno, con los suyos, incluso “a gusto”. (De la expresión latina mos, moris
también procede nuestra “morada”). Ambas significaciones vienen a confluir por
cuanto las costumbres van adquiriendo la forma de lo permanente, nos constituyen
como arraigados, radicados en un suelo firme y bajo una bóveda que nos da
seguridad en la vida, una vida que no está hecha de improvisaciones y bandazos,
sino que tiene unas pautas estables y firmes que se manifiestan en todo lo que
una persona hace y piensa y, por eso, que llegan a caracterizarla bien, que le
otorgan una concreta identidad.
A. Llano ha descrito el ethos como
“estable y creciente temple que proviene de la refluencia del logos en la
physis” [7]. Es interesante esta descripción porque destaca que el conocimiento
moral está intrínsecamente relacionado con la vida moral; el saber ético sólo
puede arraigar bien en la experiencia del esfuerzo por traer a la realidad de la
propia existencia situaciones concretas cargadas de valor moral positivo. Es la
ética, en fin, la que se sustenta sobre el ethos de la vida personal, y no al
contrario[8].
En el terreno de la Bioética estas
observaciones poseen una importancia heurística constitutiva. Como viene a decir
Aristóteles, para llegar a ser la clase de persona a la que de modo natural,
habitual y gustoso “le sale” hacer el bien, no hay que partir de una situación
de excelencia intelectual o de ciencia moral (aunque ésta tampoco sobra). Más
bien se precisa un prolongado proceso educativo, que comienza en la propia casa
y que se continúa a lo largo de toda la existencia apoyado en leyes buenas y
justas, las cuales, a su vez, sólo pueden provenir de legisladores buenos y
justos.
El problema de la ética actual es que se
centra en dilemas propios de una conciencia que no está a gusto consigo misma,
mientras que la ética clásica está fundada sobre el concepto, mucho más amplio,
de cómo debemos vivir para ser felices y, en función de esto, en qué tipo de
personas hemos de convertirnos.
La sustitución de la eudaimonía por un
concepto de “deber” como el que encontramos, por ejemplo, en la tradición
kantiana, ha supuesto un cambio paradigmático en las concepciones morales de
Occidente. Al perder su referencia a la felicidad y la virtud (areté), el
concepto de “lo debido” (tó deon) acaba situándose en un marco esencialmente
problemático. Las cuestiones morales, en lo esencial, constituyen conflictos
para los cuales la ética ha de encontrar procedimientos teórico-técnicos de
resolución; su misión fundamental ya no es decirme cómo debo vivir para
encontrar la felicidad sino cuáles son los procedimientos más eficaces para
concordar intereses encontrados. La cuestión crucial ya no es el ethos personal
de vida sino la aplicación tecnológica, aquí y ahora, de ciertos principios
teóricos que elucida una razón a priori[9].
En nuestro caso, los problemas bioéticos
dejan de ser cuestiones que involucran la interioridad de las personas. Hace ya
mucho tiempo que el hombre dejó de verse reflejado en su propia praxis; su
carácter no está directamente comprometido. Lo único relevante es la tesitura
exterior, determinada y puntual, sin conexión alguna con la totalidad de la vida
de los actores intervinientes en la situación de
conflicto.
IV. El planteamiento de la Bioética que se deduce de los tres
parámetros mencionados es profundamente irreal. Los problemas morales, en lo
esencial, no son conflictos de intereses. Los auténticos problemas son los que
involucran la interioridad de la personas, su ethos de vida. Pero este elemento
esencial no suele aparecer en los dilemas bioéticos, debido al excesivo
deontologismo y a la acuciante exigencia de una aplicación (Anwendung). En el
fondo, son los planteamientos positivistas de finales del siglo XIX y comienzos
del XX los que han llevado a las profesiones sanitarias, y en particular a la
profesión médica, a pensar que las decisiones morales son ajenas al que decide.
Éstas habrían de tomarlas los médicos por sí solos, del mismo modo como adoptan
las decisiones clínicas, puesto que, a fin de cuentas, la ética es un aspecto de
la técnica.
Dicho planteamiento se traduce en que
la Bioética,
en el terreno académico, queda categorizada como un apéndice de la formación
universitaria de los futuros profesionales de la salud, reducida a un puro
entrenamiento (training) en la “técnica” de la toma de decisiones (decision
making), con algunos granos de filosofía moral para dar respetabilidad
“humanística” a la mera descripción de unas cuantas rutinas lógico-estratégicas.
Como mucho, se pide al “perito” en cuestiones morales que se acerque también a
la terminología y a la problemática de la
Medicina.
De este modo, no se entiende que
la Bioética
haya de tender puentes entre el mundo de los hechos y el de los valores, puesto
que, a fin de cuentas, los valores no serían más que
“hechos”.
V. Como hemos comentado más arriba, resulta muy
significativa, en el contexto de la discusión moral contemporánea, la pérdida de
los conceptos clásicos de “virtud” y “felicidad” o “vida lograda”; incluso las
reticencias que los expertos en ética manifiestan hacia las nociones primarias
de “bien” y “mal”, sin las cuales cualquier discurso ético deviene acéfalo. Esta
pérdida es particularmente sensible en la discusión bioética
contemporánea.
La vieja ética médica se desenvuelve en
la búsqueda personal del bien ético en los actos clínicos, de manera que el
profesional pueda encontrarse a gusto con su conciencia, y tenga la percepción
de que sus decisiones y actuaciones son acertadas, produciendo éstas el logro
personal y profesional. El lema clásico primum vivere, deinde philosophare
ocupaba un lugar importante en el conocimiento y el debate ético. En ese
conocimiento, lo primero era la experiencia de intentar traer a la propia vida
situaciones cargadas de valor moral positivo, y sólo sobre esta base de la
experiencia de lo moral era posible la elaboración de una correcta ciencia de lo
moral (deontología).
Los criterios que soportaban la conducta
moral de los profesionales de la Medicina han sido en buena medida
suplantados por una especie de principialismo que, lejos de aclarar el debate
ético, lo ensombrece con planteamientos que son enteramente ajenos al sentido
común moral que ha caracterizado tradicionalmente a la profesión médica. El
debate se desvía a la discusión teórica sobre la validez de principios
abstractos que están en la base de tres paradigmas completamente alternativos:
el utilitarismo, el deontologismo y el contractualismo. (La versión más reciente
de este último es la llamada “ética dialógica”).
Parece que la opción ética fundamental
se juega ahí: no en cómo debo vivir, sino más bien qué valores están
representados en cada uno de estos paradigmas teóricos y con cuál de ellos me
identifico mejor. El pluralismo ético contemporáneo parece obedecer, más que a
los diversos intentos de acercamiento a la verdad moral, a la necesidad de que
quede nítidamente manifiesta la adscripción de cada cual a un determinado
enfoque o paradigma. Dicho más claramente, tal pluralismo proviene, más que del
interés por encontrar el mejor modo de llevar una vida buena, del gusto por
ostentar una identidad intelectual precisa y por merecer aprobación
social.
Este ambiente que se va percibiendo en
los debates bioéticos amenaza la subsistencia de la tradición moral de
la Medicina,
cuyo esquema central era bien sencillo: la promoción de una peculiar síntesis
entre capacidad técnica, experiencia (lo que en castellano se entiende con la
expresión oficio), virtud y amor. Tales son las líneas maestras que definen la
vocación médica. Centrar el tema de la deontología profesional en la hodierna
maraña creciente de disputas legales sobre derechos y deberes conduce a una
dialéctica que hace perder de vista lo fundamental: si soy capaz de traer a la
realidad de mi vida personal ciertos valores morales –más exactamente, virtudes
– esto no dejará de repercutir positivamente en todo lo que hago como
profesional.
El hombre es una unidad que integra
facetas ciertamente diversas, pero conectadas funcionalmente de manera que puede
percibirse en todas ellas una identidad de sentido: lo que hago no es ajeno a lo
que soy. Esta “unidad de vida” hace posible que del tenor general de la conducta
moral se deriven consecuencias que afectan al desempeño profesional. En
concreto, para ser un buen médico es necesario intentar ser buena persona.
Necesario, no suficiente: no se ejerce buena medicina sólo con buenas
intenciones, pero tampoco sin ellas; hace falta saber, disponer de ciencia,
técnica y oficio, y a la vez, de ciertas actitudes morales insustituibles. En
fin, que las actuaciones y decisiones profesionales sean justas y correctas
depende en buena medida –no sólo– de que el profesional trate de llevar una vida
buena. La cuestión de cómo debo vivir determina el qué debo hacer en concreto en
cada momento de mi vida, también de mi vida
profesional.
A partir del momento en que adquieren
plena vigencia los planteamientos de la ética kantiana y neokantiana se observa
más claramente la influencia de un deontologismo convencido de que lo decisivo
está en los principios teóricos a los que, tras una reflexión abstracta, me
adscribo, no en las actuaciones y en el ethos personal de vida. Es importante
subrayar que ambas cosas están muy unidas, pero lo primero es el ethos, y sólo
después vendrá la ética.
Como consecuencia de todo este panorama,
en la
Bioética se ha hecho común pensar que el acto médico debe
decidirse sin atender primariamente a su significado moral, es decir, sin que
medie un criterio ajeno al estrictamente médico. En las sociedades “liberales”,
la separación entre vida “pública” y vida “privada”, de la que constantemente
toman nota los sociólogos, también se deja ver en este planteamiento de falta de
unidad de vida. Cualquier instancia ajena a la Medicina habría de ser secundaria en
la valoración de los actos y decisiones profesionales. El criterio debería ser
regirse por lo que técnicamente se reputa más “exitoso”. Y en eso consiste
propiamente tener “conciencia” profesional. Sería correcta la acción que produce
el mejor resultado global posible, en una perspectiva impersonal, en la que
queda igualado el peso de todos los intereses.
VI. En contraste con este enfoque, la ética personalista
contemporánea trata de cohonestar el interés utilitario de la acción con la
verdad de ese acto en relación al bien integral de la persona. De esta suerte,
no parece que haya mejor modo de hacer el bien que intentar ser bueno[10]. Hay
aquí una concepción antropológica que resulta interesante reexaminar a la vista
del decurso de los planteamiento éticos y bioéticos más
recientes.
El personalismo reivindica para la
discusión ética una noción integral de la persona, que ya no puede ser definida
solamente como “autoconciencia” –en el sentido del idealismo kantiano– obviando
la corporeidad y la subjetividad global. No se puede desvincular a la persona de
su propia corporeidad. No se deviene persona solamente por haber alcanzado un
suficiente grado de autonomía, de competencia comunicativa o de actividad
consciente y autoprogramante, como plantea la ética dialógica, sino por el único
título de pertenecer a la especie biológica homo sapiens sapiens. En este
sentido, el personalismo recupera de la conceptografía aristotélica la idea de
una unidad “hilemórfica” entre el psiquismo superior del hombre y el dinamismo
vital propio del nivel vegetativo y sensitivo.
El yo es una unidad que integra el
espíritu y la corporeidad. El hombre, en efecto, es una realidad híbrida, animal
racional. Tal unidad entre el cuerpo y el alma es sustancial o, lo que es lo
mismo, ambos principios componen una misma sustancia, de manera que la conexión
entre ellos es intimísima. El alma es el acto primero del cuerpo, su principio
constitutivo, no un fantasma en la máquina; y el cuerpo, a su vez, no es una
externa carcasa habitada por un espectro. Todo lo corpóreo en el hombre está
elevado al nivel de su espiritualidad. En función de ese carácter híbrido, la
corporalidad humana –que no es similar a la de los animales irracionales, puesto
que las estructuras tendenciales e instintivas están subordinadas a la
racionalidad– no se cuenta entre las “tenencias” del hombre; forma parte, más
bien, de su “esencia”. El cuerpo, en efecto, no meramente lo tengo sino que lo
soy, si bien es verdad que no soy un mero cuerpo. De ahí que el cuerpo humano
participe de la misma dignidad que la persona humana
íntegra.
Desde esta concepción antropológica se
puede justificar una cierta actitud de beneficencia y de protección, pues el ser
humano siempre es un ser necesitado. A su vez, en tal perspectiva adquiere todo
su sentido la idea de una relación de benevolencia entre médico y paciente.
Dicha relación es esencialmente personal y posee un contenido antropológico que
no puede quedar reducido a la relación mercantil entre un profesional y su
cliente, sujeta a unos códigos formales y a una relación jurídica, e incluso a
un contrato de intercambio de bienes y servicios con contraprestación económica.
Todo esto no queda excluido, por supuesto, pero constituye un aspecto secundario
de la relación de benevolencia. Sólo en esta línea se puede entender lo que
significa la Ética profesional de la Medicina, en el sentido
clásico.
El médico se enfrenta a la
responsabilidad de respetar y venerar los significados fenomenológicos y
teleológicos de la persona, que es también un yo corporal con unas necesidades y
debilidades a las que, con los conocimientos que le habilitan como profesional
de la medicina, debe asistir y subvenir en la medida que le sea posible. El
paciente se presenta como una realidad integral y, para el médico, ante todo, es
“mi” enfermo, también con un componente afectivo: no es sólo un paciente
más[11].
La componente antropológica de esta
relación de benevolencia, incluso de amistad, puede ser ilustrada desde la
tradición personalista mediante tópicos a los que han aludido autores como
Lévinas, Buber, Arendt, etc.: el respeto a la realidad del otro, la aceptación
del ser del otro. Cualquier otro bien que, como en toda relación humana, entra
aquí en juego –la utilidad, la justicia, la equidad, la igualdad de
oportunidades, la imparcialidad, etc.– ha de subordinarse a éste: la aceptación
del ser del otro en su propia alteridad.
Es patente que en el enfoque de la Ética
médica desde una perspectiva personalista encaja bien la necesidad de respetar
la autonomía personal del paciente enfermo. Pero aquí la cuestión ya no se
plantea como la alternativa entre dos paradigmas teóricos –en el lenguaje del
principialismo, el de la beneficencia y el de la autonomía– sino como dos
aspectos distintos que se entrelazan perfectamente en una relación
humana.
Precisamente ese contenido humano
–personal, interpersonal– de la relación es el que hace que, siendo distintas,
se compenetren perfectamente la beneficencia y una justa autonomía. Como
profesional, el médico ha de ponerse al servicio de los mejores intereses del
enfermo; en principio, su formación le habilita para saber cuáles son esos
intereses a los que debe servir[12]. Y todo ello en el respeto a su dignidad
como persona, dentro del marco de un acuerdo libre y dialogado en el que
naturalmente, como en toda relación de amistad, hay también una intimidad, y por
tanto un depósito del que surgen obligaciones de respeto y confidencialidad. (La
confidencia, junto con la benevolencia y la beneficencia, es un elemento
esencial de la relación de amistad).
VII. La cuestión de la moral profesional no se restringe a
la aplicación automática de unos principios paradigmáticos; más bien se
esclarece a partir del viejo concepto de vocación, y se refiere a ciertas
virtudes que el médico, como persona y como profesional, ha de intentar vivir.
El médico verdaderamente entregado a su profesión disfruta, es feliz en esa
entrega, y logra, dentro de las limitaciones humanas, la plenitud. (Como es
natural, todo esto también alumbra los parámetros éticos del resto de las
profesiones sanitarias).
El acto médico se constituye, en la
tradición occidental, con estas tres características: personal, dialógico y
asimétrico.
a) La relación entre médico y enfermo es
la relación entre dos personas, concebidas como unidades sustanciales de cuerpo
y espíritu;
b) es dialógica, en el sentido de que en
ella se encuentran dos autoconciencias sin mediar ninguna tercera instancia (por
ejemplo, el Estado, la administración sanitaria, la sociedad o la familia).
Tales instancias, con sus correspondientes expectativas, han de ser tenidas en
cuenta a la hora de valorar y ponderar las decisiones y actuaciones médicas,
pero siempre de manera subordinada respecto a la relación misma
médico-enfermo.
c) Por último el acto médico es
asimétrico, en el sentido de beneficente. El médico es alguien a quien se le
supone una ciencia y un arte que ayuda objetivamente a la persona del enfermo a
recuperar su situación normal. El acto médico es un acto por sí mismo orientado
a la conservación de la vida y a la mejora de las condiciones de ésta o, en su
caso, a la paliación del dolor. En esa relación hay alguien que da y alguien que
recibe, alguien que tiene una necesidad y alguien que puede satisfacerla o, al
menos paliarla; hay una persona débil y una persona sana que ayuda a la débil.
Para el médico, tal relación establece el deber de la protección, de la
asistencia.
Por su parte, el acto médico puede
ser asistencial o clínico. La clínica –en su triple faceta diagnóstica,
pronóstica y terapéutica– plantea al médico la cooperación con la naturaleza
para recuperar la fisiología normal. De todo ello se deriva la obligación de
poner en práctica actos técnicos y sanitarios de utilidad para la protección de
la persona y de su salud.
La actitud vocacional, superando los
exclusivismos principialistas y asumiendo los ingredientes positivos, no
dialécticamente enfrentados, de cada uno de los paradigmas teóricos, es capaz de
integrar todas las obligaciones del profesional sanitario en la perspectiva
unitaria de una relación plenamente humana. La vocación implica que existen unos
deberes que son exigibles al profesional, pero también gratificantes para él,
que le plenifican como persona y como médico.
En resumen, es preciso recuperar para la
discusión bioética algo que aparentemente se ha perdido: la perspectiva de
ciertos bienes y virtudes inmanentes a la acción y que configuran una ética de
máximos, invitables y exigibles. Éstos, como es natural, derivan de principios,
pero son principios que, como ha señalado McIntyre[13], se extraen de la misma
práctica médica, que es técnica y ética a la vez.
La ética es muy exigente, pero en clave
aristotélica se trata de una exigencia grata, de una exigencia amable, que
invita a una entrega que en primer lugar beneficia y plenifica a la persona de
quien desempeña una tarea de servicio.
Es muy poco fiable cualquier paradigma
bioético que ignore esta tradición médica y el bagaje de su sabiduría histórica,
remitiendo al impersonal decision making los elementos morales del acto médico.
No puede sustituirse el sentido común moral por las “éticas infelices”. Toda
bioética realista incluye la obligación, en primer lugar, de ser un buen médico,
pero también la de ser una persona prudente y sabia, virtudes que conducen a una
vida buena y lograda.
* Profesor Titular, Universidad
Complutense de Madrid (España).
[1] “No investigamos para saber qué es
la areté (virtud), sino para ser buenos, ya que en otro caso sería totalmente
inútil” (Ética a Nicómaco II, 2, 1103 b 27-29).
[2] Polaino, A. (1998) Solución a los
dilemas éticos en la práctica clínica, Cuadernos de Bioética, IX:36, p.
687.
[3] Millán-Puelles, A. (1996) Ética y
realismo, Madrid, Rialp.
[4] Es particularmente claro esto en la
discusión sobre el aborto provocado y en la actitud de quienes tratan de
justificarlo con el lema pro choice. A fin de cuentas, se oculta que el valor de
la libertad electiva coincide con el valor de lo que mediante ella traemos a la
realidad. Y lo que en dicha decisión está en juego es precisamente la vida de un
ser humano –pequeñito, pero humano– que todavía no ha tenido tiempo para merecer
semejante trato. La prometeica libertad a la que apela el lema pro choice es el
tipo mismo de una libertad enteramente desligada de la realidad, que sólo se
mira a sí misma. Llama la atención el empeño que ponen los partidarios del
aborto provocado en argumentos de toda especie, pero que sistemáticamente obvian
la realidad –incluso la materialidad misma– del
aborto.
[5] Una de las piezas aparentemente más
paradójicas y enigmáticas de la doctrina moral aristotélica es la tesis según la
cual la manera de determinar en qué consiste el bien moral es mirar lo que hace
una buena persona. Vid. Ética a Nicómaco VI, 5, 1140 a 24-25. Para nuestra mentalidad
contemporánea, dicha tesis puede incluso resultar escandalosa. -¿Qué significa
ser bueno, o hacer el bien? Y, concretamente, ¿cuáles son las acciones buenas y
virtuosas? -Responde Aristóteles: aquellas que llevan a cabo las personas
prudentes y virtuosas. Pese a su apariencia perogrullesca, creo que es una de
las afirmaciones más profundas y verdaderas de la enseñanza ética del
Estagirita. Confío que en estas páginas quede aclarado por qué es esto
así.
[6] Finnis, J. (1991) Absolutos morales,
Barcelona, Eiunsa, p. 93.
[7] Llano, A. (1999) El enigma de la
representación, Madrid, Síntesis, p. 81.
[8] Spaemann, R. (1991) Felicidad y
benevolencia, Madrid, Rialp.
[9] A. McIntyre se ha ocupado con
detalle de este trasvase en su conocido trabajo (1992) Tres versiones rivales de
la Ética, Madrid, Rialp.
[10] Recuérdese la definición de
“médico” que ofrece Hipócrates: hombre bueno, perito en el arte de
curar.
[11] La importancia del componente
afectivo de esta relación personal está bien reflejada en la película The
Doctor, dirigida por Randa Haines y protagonizada por William Hurt, basada en la
novela de Ed Rosenbaum que lleva por título “A taste of my own medicine” (Un
poco de mi propia medicina).
[12] La expresión los mejores intereses
del enfermo creo que tiene la ventaja de recoger los ingredientes positivos de
las nociones de beneficencia y de autonomía, además de que muestra la perfecta
compatibilidad de ambas. Su significado puede esclarecerse a partir del concepto
clásico de vera felicitas, una felicidad “verdadera”. La ética clásica
–principalmente la desarrollada en la tradición aristotélica– resulta
ininteligible sin dicho concepto. Ciertamente cada persona posee, como suele
decirse, sus propios ideales y “proyectos felicitarios”, y los demás sólo pueden
ayudarnos, no suplantarnos, en su diseño y realización. Cada quien es el autor
de su propia vida biográfica; en buena medida, es lo que decide ser, pero no
completamente: hay algo en ella que está escrito no por nosotros. Por eso, más
que autores, somos co-autores de nuestra propia andadura. De ahí que tenga
sentido discurrir acerca de la felicidad verdadera, del mejor modo de alcanzar
la plenitud, válido para cualquier ejemplar de la especie humana. Dicho de otra
manera, mi felicidad, en tanto que mía, posee siempre un coeficiente
personalísimo, pero no hasta el punto de decidir yo, completamente demiurgo de
mí mismo, aquello que para mí es lo mejor con independencia de lo que lo sea en
sí.
[13] McIntyre (1987) Tras la virtud,
Barcelona, Crítica.
Fuente: Arvo.net, 2002-11-05